Michael Jackson era un mago del escenario. Se sentía completamente eufórico electrizando al público con su baile pop-and-lock, que era su marca de fábrica. Él siempre llevó sus actuaciones diez pasos adelante. “¿Qué es lo que no se ha hecho antes? ¿Qué es lo que no he hecho antes? ¿Qué es lo que ‘ellos’ dicen que no se puede hacer? ¿Qué puede desconcertar a la gente y hacer que se pregunten si soy o no soy humano?” Estas eran las preguntas que se hacía Michael cada día, e incorporar magia a su espectáculo fue la respuesta que le impulsó a una liga particular. Otros pueden cantar y bailar, pero Michael sabía que lo que la gente quiere realmente ver es magia. Quieren ser testigos de lo increíble. Michael se movía por la insaciable ansia de superarse a sí mismo y darle al público un espectáculo que nunca pudieran olvidar. No podía descansar. Un verdadero artista no tiene un interruptor de encendido y apagado. Tan solo hay un modo: ¡Empieza el espectáculo!
Michael pensaba más allá de los parámetros que ni ustedes ni yo podríamos imaginar ni en nuestros más salvajes sueños. A veces era absolutamente escalofriante: Estar en presencia de semejante genio significaba que no sabía qué iba ser lo siguiente. Hasta que el teléfono sonaba en medio de la noche.
“Bush, si mi chaqueta de Thriller pudiera encenderse, eso sería lo máximo”.
“Bush, quiero desaparecer en medio del espectáculo, delante mismo de los ojos de todo el mundo”.
“Bush, quiero un par de zapatos hechos completamente en plata. Nadie ha usado zapatos de metal jamás”.
“Bush, quiero salir volando del escenario. Sé que puedes conseguirlo”.
Yo no era un técnico de efectos especiales, pero tenía que pensar como uno de ellos cuando estaba diseñando los trajes para estos números. Algunas noches hubiera deseado que simplemente nos pidiera que le enviáramos a la luna. Pero ese rasgo de su personalidad sin límites era parte de la magia de Michael. Y una gran parte de esa magia, como Michael mismo, no era ostentosa. Michael encontraba a menudo la magia en cosas que no eran nada mágicas, cosas comunes relacionadas con todo el mundo y que no tenías que ser un icono del pop para obtenerlas, como zapatos, calcetines, guantes y sombreros. Esa puede ser la razón por la que no creía en la palabra “no puedo”. Si un niño pequeño de Gary, Indiana, el séptimo niño de una familia de nueve hijos, pudo aprender por sí mismo a bailar en un par de zapatos vulgares, todo lo demás es posible.
EL PRIMER ACTO DE MAGIA: LOS ZAPATOS FLORSHEIM
La gente siempre estaba intentando conseguir que cambiara los zapatos de Michael. “Debería usarlos a medida o de diseñadores”, escuchaba a menudo. Pero meterse con los Florsheim de Michael podía ser un movimiento para acabar con tu carrera y lo aprendí de la peor manera.
Yo era novato cuando me uní al Bad TDour en Japón en 1987, pero sabía algunas cosas sobre mi trabajo como ayudante de vestuario. Yo estaba a cargo del uso y del mantenimiento de las ropas de Michael. Durante y después de los conciertos, lavaba a mano y secaba las camisas de seda y los calcetines de lentejuelas. Aplicaba alcohol en los cinturones metálicos, hebillas y cualquier pieza que necesitara un pulido y brillo después de una actuación agresiva. Repasaba las costuras o arreglaba cualquier otro tipo de desperfectos en el vestuario. Y, por órdenes de la dirección, saqué brillo a un par de arrugados, arañados y andrajosos zapatos Florsheim. Era lo menos que podía hacer. Ninguna superestrella ni hombre de negocios se atrevería a ser visto con semejante cosa en sus pies.
Michael me vio sentado allí en su habitación puliendo como un limpiazapatos en medio de la Estación Grand Central.
“¡No! no toques mis zapatos”. Una oleada de ansiedad y confusión me dejó mudo. No sabía qué decir. “Nunca saques brillo a mis zapatos”, explicó Michael. Estaba enfadado. Era un aspecto de él que nunca había visto y se me encogió el estómago. Él nunca levantaba la voz, pero la combinación de los gestos de sus manos y la inflexión de sus palabras lentamente pronunciadas, indicaba que hablaba en serio. Cada vez que Michael se enfadaba por algo relacionado con su profesión, nunca bromeaba. En su lugar, era como un padre explicando a su hijo no solo que había hecho algo mal, sino también por qué estaba mal. Decirme tan solo que no tocara el fuego no era lo mismo que decirme que podría quemarme. Michael quería que aprendiera de este error. Explicó: “La piel está gastada del modo en que a mí me gusta. Si la cubres de crema, los zapatos resbalarán. Si me caigo y me tuerzo un tobillo, nos quedamos todos sin trabajo”.
Antes de que Michael pudiera andar, ya sentía el ritmo. Me dijo que su madre, Katherine, le recuerda imitando los movimientos de la lavadora cuando era niño. Michael aprendió a bailar en los Florsheim y temía que si intentaba bailar con cualquier otro, podía perder la magia de sus pasos de baile. “Estos son los zapatos que mi familia podía permitirse y con los que aprendí a bailar”, siguió diciéndome, “No me importa lo que hagas con mis ropas, pero no toques mis zapatos. Son mis zapatos de baile. Me gustan mis zapatos. Déjalos en paz”.
De hecho, tenía permiso para tocar sus zapatos cuando los sacaba de la caja, nuevos. Con una cuchilla les hacía cortes en las suelas nuevas de piel, en la parte donde apoya el metatarso (la almohadilla del pie). Y como las suelas de goma se adherían, las reemplazaba con piel apta para el baile, un material más suave y deslizante que permitía a Michael deslizarse a lo largo del escenario. La adherencia no era buena amiga de un moonwalker.
Para la película Capitán EO, de 1985, Michael tenía que bailar en un traje espacial y sus Florsheim no encajaban con el tema. Unas Reebok combinaban mucho mejor, pero él no bailaba con ellas. De modo que hizo cortar las suelas de las Reebok con una sierra y encajó sus Florsheim en ellas.
Pedir a Michael que bailara en un nuevo par de zapatos o meterse con los que ya había destrozado perfectamente, era como pedirle a un bateador que cambie su bate o a un catcher que cambie su guante. Los zapatos eran sagrados y representaban además otra paradoja que contribuía a la mística de Michael. Él podía usar unos protectores de piernas de oro de 18 kilates y cubrir su mobiliario con cristales austriacos, pero no le des unos zapatos de diseño a Michael. No pueden hacer el moonwalk o hacer claqué o ponerse de puntillas, o dar vueltas a nueve revoluciones con la precisión de un juguete.
Los Florsheim, sin embargo, podían hacer eso y más. En las giras tenía dos pares de Florsheim gastados por los que me volvía paranoico la sola idea de perderlos. Dormía con un par bajo mi almohada cada noche.
Continuará…
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