Yo observaba a Michael y a los bailarines, que le tenían un respeto reverencial y veía la reacción del público que siempre me resultaba fascinante. Las funciones de Michael generaban un entusiasmo colosal en todas las ciudades. Estar inmerso en semejante energía era una experiencia novedosa para un buen chico de Nueva Jersey. Me parecía que las personas eran muy capaces de unirse, de compartir ideas y emociones sin necesidad de hablar siquiera. Michael y su música tenían un gran poder, el poder de movilizar personas y conectar desconocidos.
Durante aquellos conciertos él hacía que el mundo pareciera un lugar más pequeño, más cálido y armonioso.
A mí me encantaba ver a los fans desde el lateral del escenario, un mar de humanidad gritando, llorando, desmayándose, pendiente de cada movimiento de su ídolo. Yo los miraba y pensaba “ese personaje endiosado que tanto adoran es el mismo que me ayuda en los deberes del colegio”. A menudo me preguntaba cómo era posible que viera a la misma persona en primera fila cada noche en una ciudad tras otra.
¿Cómo podían darse el lujo de abandonar el trabajo y su vida para seguir a un artista de un lugar a otro? Los que formábamos parte de la gira nos desplazábamos en un avión privado, pero ¿Cómo hacían ellos para llegar a las ciudades siempre a tiempo para la función? A uno de sus fans, que se llamaba Justin, lo llamábamos Wally por el personaje de los libros de ¿Dónde está Wally? Si prestábamos mucha atención, lo acabábamos viendo siempre entre el público.
Michael terminaba los conciertos con la canción “Heal The World” y siempre que la cantaba salía al escenario un grupo de niños ataviados con los trajes típicos de países de todo el mundo. Mi hermano y yo nos conseguíamos ropa de otras culturas, nos la poníamos encima de lo que llevábamos puesto ese día y nos uníamos al resto de los niños.
Teníamos un baile divertido llamado “The House” porque estaba inspirado en el recadero de Michael, Scott Schaffer, cuyo apodo era House, nos encantaba meternos con House. Llamábamos a la puerta de su cuarto del hotel y decíamos:
- House, tenemos una cosa para ti.
Cuando se asomaba, lo machacábamos con las almohadas. Les aseguro que es divertido si uno tiene 13 años.
Después de ver bailar a House inventamos un baile absolutamente original inspirado en su técnica. Antes de la función le decíamos:
- House esta noche vamos a hacer “The house” en el escenario para ti.
Y allí estábamos mi hermano, Michael y yo haciendo the house que consistía en oscilar de un pie al otro con un estilo particularmente torpe. Ver a un par de niños bailar sin ninguna gracia en el escenario era una cosa, pero lo que me fascinaba era que Michael, el mejor bailarín del mundo, se olvidara de sus largas horas de coreografía y práctica para representar un acto tan ridículo en el escenario, frente a un estado colmado con decenas de millares de personas. Y todo por hacer reír a un solo tipo.
Por divertidas y memorables que fueran estas bromas internas, nada de lo que hacía durante el concierto podía compararse al momento en que Michael cantaba “Billie Jean”. Michael era mi amigo. Me ayudaba con los deberes. Hacíamos guerras de almohadas, pero cuando cantaba “Billie Jean” su transformación era sobrecogedora. En cuanto yo oía el bombo introductorio de la batería, entraba en una especie de trance que me impedía desviar la mirada de todos y cada uno de sus movimientos.
La genialidad de su interpretación en “Billie Jean” se debía en parte a que a simple vista parecía sencilla, como si no le costara ningún esfuerzo, pero detrás de esa aparente sencillez yo veía su profunda comprensión de lo que era composición y el relato de una historia. En todas sus interpretaciones Michael sabía exactamente lo que quería que viera el público, lo que deseaba proyectar, lo que intentaba proyectar. Y cuando lo hacía, esa ambición se filtraba en todos los aspectos de su ser; se transformaba él mismo en la canción.
Esto se aprecia con claridad en Billie Jean pero también en Thriller.
Continuará…